Abbi era la mujer más maravillosa
que jamás he conocido. Lo tenía todo. Y cuando digo todo, me refiero a ‘todo’
con mayúsculas. Era preciosa, una autentica hermosura. Sin embargo lo suyo no
era una belleza al estilo de los calendarios del Play Boy, era una belleza
imperfecta aunque plena en su armonía. Tanto, que cuando íbamos a algún lugar,
me miraban y pensaban qué hacia un tipo como yo con una chica así. Cosa que me hacía
sentir insignificante, aunque por otro lado alimentaba mi ego. Pero no solo
destacaba por su apariencia. Era simpática. Divertida. Ingeniosa y bromista. Inteligente,
pero no inteligente de libro ni de insulsos conocimientos, inteligente en
cuanto a talento.
Durante tres años fuimos
inseparables. El día nacía al verla y acababa al despedirnos. Adoraba su
pequeña nariz respingona y como la arrugaba cuando no entendía algo. ¡Mira si
han pasado años!, y todavía echo de menos su voz y su mirada de cordero
degollado cada vez que quería convencerme de cualquier tontería.
Cuando creía no poder ser más
feliz, todo se fue al infierno. El sonido de las sirenas rompió la calma de la
mañana del trece de diciembre. Me asomé a la ventana para ver qué sucedía. Al
fondo de la calle, en frente de la casa de Abbi, vi dos coches de policía y una
ambulancia en medio del jardín. ¡Se había suicidado! Así, sin más. La tarde
anterior la habíamos pasado juntos recorriendo Central Park. Y veinticuatro
horas después, se había cortado las venas en la bañera. Nunca nada me hizo
sospechar que tuviera algún problema grave. Ni mucho menos en este trágico
final. Aunque ahora, mirándolo con el poder que da conocer los hechos, veo esa
inmaculada normalidad como un grito sordo de socorro…
Su padre fue arrestado, juzgado y condenado a cadena perpetua… por algo
innombrable. Seis meses después, en la apelación, fue puesto en libertad por un
defecto de forma en la instrucción del juicio. Pero las cosas no iban a quedar
así. Me juré a mi mismo llevar la justicia donde ésta había fracasado. Tras
varias semanas fisgando en el buzón de la familia de Abbi, al fin encontré lo
que buscaba. Una carta del padre en la que le pedía mil perdones por sus actos.
Y lo más importante, su dirección de Los Ángeles en el remite. Directamente fui
al banco y saqué cinco mil dólares con los que comprar un Cold 45. En cuanto me
lo entregaran tenía decidido viajar en tren a Los Ángeles, ir a su casa, llamar
a la puerta, y al abrirla, pegarle un tiro en el estómago y quedarme frente a
él para contemplar cómo se desangraba.